Charlotte Maurin no era una chica muy usual. Entre el picaresco destello de sus ojos y la suave tela de sus manos se podía discernir la melancolía de un arrugado y lacónico anciano, la enorme experiencia de una enmoñada arpista y la chocante personalidad de un todopoderoso dictador.
Todo en ella era excéntrico, extraño... y de alguna forma también (y por ello) exclusivo, único... Sus cejas eran dos grandes rocas calizas cuyos estratos se asentaban sobre el terreno sin desvelar ni un ápice de movimiento. Este detalle, sin embargo, no endurecía su rostro, adornado con dos ojos marcianos y una fina línea rosada que componía los labios.
Los dedos hacían a su vez de boca... Charlotte había decidido tiempo atrás abandonar el vil mundo de los sonidos guturales para sumergirse en otro mucho más relajante, justo... soñado, imaginado, idealizado... pero siempre presente... la palabra escrita. En todas sus versiones, retro y remasterizadas. Trazaba las letras en el aire, la arena, el húmedo barro... Creaba haikus y rascaba las finas cañas de bambú para que estos perviviesen durante tres mil y una eras geológicas a través del viento...
Cuando nadie la veía o acechaba, dejaba fluir un brote de tercos sonidos en un ronco susurro... y reía tonta e histéricamente.
Se deleitaba con un simple abecedario...
Con sus manos dibujaba historias...
Cada gesto, un capítulo; cada pausa o fin un amargo epílogo.
Y por eso todos la odiaban.
Envidiaban.
Insultaban.
Chillaban.
La conocían como "Charlotte la rara", "la loca" y algún estirado incluso se refería a ella como "la discapacitada de los Maurin".
Ella no escuchaba.
No sentía.
No padecía.
Sus letras la querían... lo sabía por su maleabilidad, aquel ligero rabito de la "j" y el veraniego ala delta de la "d".
Pero aquella tarde ocurrió algo diferente...
Y con esto me refiero a algo menos mortal y humano que nuestra propia protagonista...
El antiguo edificio de la torre era el espacio de recreo de Charlotte. Allí daba de comer a palomas y murciélagos por igual, se balanceaba sobre las atelarañadas vigas y colgaba bastos papeles adornados con fulgurantes adjetivos del techo.
La fresca piedra de la torre la acogía... y en ella reinaba tanto lo real como lo fantástico.
Esta vez alguien más se encontraba en la guarida.
Las presentaciones no fueron siquiera necesarias...
Se llamaba Nixon. Nixon Stalin.
Él, al igual que ella, amaba las letras.
Enseguida, el chico le tendió la mano...
Ella la aferró y deseó nunca soltarla.
Juntos, nada más...
Brotaron descabezadas ideas, inventaron inexistentes criaturas, tragedias, comedias, microrrelatos... Cuento, novela, ensayo. Epífora, geminación, calambur...
Antítesis.
Esa noche parpadearon juegos de luces por las almenas y ventanales de la torre...
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Charlotte volvió al día siguiente.
Y al siguiente.
Y al siguiente.
...
Y juntos tejieron su propia novela.
Ésta era constante.
Cabezota.
Se aletargaba, estancaba y luego seguía.
Con cada fin llegaba un nuevo inicio.
Un paralelismo desacompasado y roto.
El capítulo 5 era igual al 3.
Y el 3 igual al 5.
El mismo mensaje.
La misma historia.
Los mismos personajes.
El mismo cuento.
Una noche no hubo fuegos artificiales dentro de la torre y los sustantivos no bailaron al vals de los adjetivos.
La botella de causa inconclusa.
Charlotte notaba a Nixon diferente.
Más inmortal que de costumbre. Cruel, rudo. Incluso desafiante.
Al tenderle la mano, Charlotte le rozó la punta de los dedos...
Él la miró. Una mezcla de ternura y odio.
Ella lo supo: la amarga agonía.
Y desapareció.
La pared lo gritaba.
Fuera, todos los antes calmados ruidos de la noche se intensificaron.
Charlotte leyó la cruda imprenta.
Por última vez, habló:
-Soledad- murmuró-.
Pseudónimo: Tuerca
Autora: Inés Moreno Río
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