Muchas personas a lo largo de la historia han
discutido sobre cuál es la fuerza más poderosa del mundo: el amor, la
amistad, la esperanza… los humanos son seres ingenuos por naturaleza, pero yo
sé cuál es en realidad esa fuerza capaz de mover montañas y abrir
mares… el miedo.
Durante los años me he ganado numerosos nombres como “pesadilla” o “el
coco”, este último me resulta sinceramente ridículo, pero mi nombre
real es Sombra. Mi trabajo, aunque agotador, es terriblemente
gratificante. Nada puede compararse con ver a un niño
despertarse empapado en sudor frío. Sí, ese es mi
trabajo, cuando cae la noche y los niños se van a dormir, yo salgo de mi casa
dispuesto a eliminar esos asquerosos sueños que se esfuerzan por
llenar la cabeza de sus huéspedes de esperanzas y alegrías.
Esa noche la cosecha había sido realmente buena, nada menos que
12 niños habían caído en mi trampa. Mientras volvía a casa, encontré una
pequeña ventana blanca abierta. Normalmente encuentro las ventanas cerradas, lo
cual me obliga a colarme por una rendija o una cerradura, pero cuando
encuentras una ventana abierta de par en par es muy difícil desperdiciar la
oportunidad de una presa tan fácil. Entré en una habitación
pequeña, la luz estaba apagada, con lo cual solo podía distinguir una
pequeña cama con dosel en la que dormía una niña. Tendría unos seis años, y era
tan pequeña y frágil que parecía que el viento se la llevaría volando. Llevaba
unas trenzas tan largas que alcanzaban la altura de su cintura, y
vestía un camisón blanco, pero no como los de las personas a las
que veía en los hospitales cuando buscaba soñadores a los que
“atracar”, sino uno que me recordaba a aquellas princesas que yo tanto
aborrecía. Era la niña perfecta para acabar mi trabajo esa noche,
pero antes de poder empezar con mi trabajo, la niña
abrió unos ojos azules grandes como platos y se quedó mirándome, lo cual era
imposible, ya que una de las ventajas de ser una sombra es que los niños no
pueden verme. Yo me preparé para salir por la ventana, esperando que
empezaran los chillidos agudos de aquella niña, pero la verdad es que no ocurrió
nada de eso.
-¿Quién eres?- me preguntó la niña.
Me quedé helado. ¿Desde cuándo los niños podían verme? Es decir… era la
primera vez en trescientos años que alguien me veía. Y, además, me estaba
hablando.
-¿Qué haces aquí?- la niña seguía preguntando y yo no tenía ni idea de qué
debía hacer.
-¿Eres el monstruo del armario?- por fin un término que yo dominaba.
-Sí, soy yo. He venido a comerte.
-Tú no puedes ser el monstruo del armario.
-¿Y tú como lo sabes?, ¿acaso le has visto antes?
-No, pero tú pareces bueno, no como mi madre dice que es el monstruo.
Aquello me dejó sin palabras. ¿Parecer? Después de todo, yo no estaba
hecho para ser visto, pero, si aquella niña podía verme… ¿cómo me vería?
-¿Por qué dices que parezco bueno?
-Mi madre dice que se sabe si alguien es bueno o no mirándole a los ojos, y
los tuyos me dicen que eres bueno.
-¿Y… de qué color son mis ojos?
-¿Nunca has visto tus ojos?
-No.- me miró con una mezcla de curiosidad y extrañeza, que me hizo
preguntarme una vez más por qué aquella niña no me tenía ningún miedo.
-Son negros, muy negros, igual que el carbón.
-Pues los tuyos son azules.- la niña se rió.
-Ya lo sé.- Nos quedamos callados, mirándonos el uno al otro. ¿Por qué no
me había marchado? Yo no era la clase de criatura que hablaba con niñas
pequeñas, en realidad, yo ni siquiera hablaba con humanos, pero había algo en
esa niña que me hacía quedarme allí, que me retenía a este lado de
la ventana blanca.
Había una pregunta que me moría por hacerle.
-¿En qué estabas soñando?
-Yo no sueño -me respondió algo confusa.
-Claro que sueñas, eres una niña.
-¿Tú sueñas?
-No, claro que no.
-Si tú no sueñas, ¿Por qué debería hacerlo yo?
-Porque eres una niña, y los niños sueñan, igual que el sol brilla y los
pájaros vuelan.
-Pues, si alguna vez he soñado, no lo recuerdo… ¿Y tú sueñas?
-Por supuesto que no.
-¿Y por qué no?
-Porque yo soy una sombra, y las sombras no sueñan, sino que quitan los
sueños.
-¿Y para qué quieres los sueños?
-Pues…-¿para qué? ¿Qué tipo de pregunta era esa?, robar sueños era lo que
había hecho durante toda mi vida, pero… ahora que aquella pequeña me preguntaba
el porqué, me daba cuenta de que posiblemente la única razón para hacerlo era
que, simplemente, no sabía hacer otra cosa.
-¿Y no sería mejor robar pesadillas?
-¿Qué?
-¿Por qué quitarles los sueños a los niños, si puedes robar las
pesadillas? Así los niños dormirían mejor y tú tendrías un trabajo aún
mejor. Serías… como un superhéroe de los sueños.
Y por primera vez en mi vida abrí los ojos a la posibilidad de hacer algo
nuevo, diferente. ¿Qué había hecho esta niña para convencerme? Tal vez , y solo
tal vez, no fuese la niña quien me había convencido, sino la verdad y la
certeza de que había algo mejor a la vuelta de la esquina. Desde aquel día, me
convertí en un cazador de pesadillas, el mejor (y probablemente el primero) de
la historia.
Y así fue como descubrí que, aunque el miedo es una gran fuerza, la
capacidad de dominarlo y, sobre todo, las ganas de vencerlo, son mucho, mucho
más poderosas.
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